Decía
que era el mejor conductor motorista de la unidad y que no había nada que no
pudiera hacer con el pesado vehículo que le fuera asignado.
La jornada parecía transcurrir con
su ya tradicional monotonía de campaña. Cada personal en su tarea o
sencillamente, en ocio absoluto.
El vivac se había emplazado al pie
de un cerro de mediana elevación y el desplazamiento de la tropa entre las
carpas era también rutinario, salvo lo que hacía el “Gringo”, soldado clase 59
de origen rural y conocedor en el manejo de camiones y maquinarias agrícolas.
Será por eso tal vez que se le había
asignado la conducción del Mercedes Benz 1114 con tanque cisterna para el
transporte del gasoil para abastecer a los vehículos del GADA 121 que habían
sido desplazados hasta la zona de frontera en la región de Guer Aike.
El “Gringo” era, decían sus
camaradas, eso. Un gringo de campo ciento por ciento. Retacón y como tal de
autoestima que se proyectaba por encima de su talla. Se las sabía todas en
cuestiones de fierros mecánicos. Manejarlos, arreglarlos y obviamente, como
todo argentino, hasta “atarlo con alambre” cuando la emergencia presentaba a
aquello como única solución al problema planteado. No había nada que el “Gringo”
no pudiera hacer.
Y aquel espléndido día soleado no
iba a ser una excepción para poder hacer alarde de su destreza como “conductor
motorista”. Montado en el cisterna enfiló para el cerro y comenzó a treparlo.
Vaya a saber porqué capricho quería desafiar las leyes del estacionamiento
vehicular. Y así lo hizo. O por lo menos, lo intentó.
Dejó el Mercedes “empinado” con su freno
de mano. Descendió del vehículo y comenzó a descender la lomada a puro pecho henchido.
Seguramente –pensaría- no serían muchos los que se animarían a superarlo,
siquiera, a imitarlo.
- Che, miren como dejó el camión el “Gringo”.
Espetó un soldado disparando los más variados comentarios sobre la destreza o
audacia, o ambas cuestiones a la vez, que habrían impulsado al destinatario de
aquellos dichos.
Y, seguramente, el “Gringo” lo sospechaba porque continuaba
cuesta abajo como John Wayne regresando al pueblo luego de matar al forajido de
la película.
De pronto los murmullos que él no
podía escuchar se convirtieron en gritos que no alcanzaba a comprender. Tampoco
las gesticulaciones de sus compañeros. Seguramente habrá pensado que eran los
vítores de los amigos y chanzas de sus detractores.
Pero no. El camión había comenzado a
moverse lentamente atraído por aquella fuerza que el “Gringo” pretendía
desafiar. Y aquel movimiento casi imperceptible fue cobrando velocidad.
Los de abajo aleteaban sus brazos y
trataban de advertir al “Gringo” que al menos se corriera de su trayectoria.
Pero nada. El conductor motorista continuaba su descenso a paso firme y
sonriente.
Una piedra desvió sutilmente el
derrotero y el bólido sin control pasó raudo por un costado del “Gringo” que
reaccionó emprendiendo una carrera con el objetivo –sin éxito- de treparlo para
echar mano –o pie- al freno.
La distancia entre hombre y máquina
fue cada vez mayor y el camión parecía dirigirse –cada vez con mayor velocidad
y descontrol- hacia el vivac. Las voces de alarma hicieron que todo el personal
saliera a la carrera de las carpas y buscaran posiciones más seguras.
Pero otra piedra de mayor volumen que
la anterior hizo levantar al camión en su trayectoria en reversa y modificar
levemente su recorrido para estamparse en un montículo rocoso.
El impacto y la ignición derivada
hicieron que una de las tapas superiores de la cisterna saltara por los aires impulsada
por un gran chorro de gasoil en llamas. Ese fue el triste final de la unidad a
cargo de aquel conductor motorista.
Y el “Gringo” pasó diez días en
calabozo de campaña. Dicen, le hicieron precio.
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