El permiso estaba dado. La orden
también. Una decisión desafortunada quedó al descubierto por un cencerro
delator.
En líneas generales, no faltaba la comida. Solo que a medida
que uno se aproximaba a lo que sería la primera línea de fuego aquella decaía
en cantidad o, en algunos casos, se veía demorado el suministro.
Para compensar algunas faltantes en cuanto a cantidad y calidad
en algunas posiciones, con permiso o sin él, los soldados cazaban algunas de
las abundantes ovejas de la región.
Un grupo de solados del Batallón de Ingenieros en
Construcciones 121 que estaba camuflado en la ladera de una elevación
custodiando un helipuerto de campaña le disparó con una ametralladora
multipropósito 12,7 mm a una majada terminando con varias a la vez en una sola
ráfaga. La medida la habían adoptado al comprobar lo imposible que era pretender
capturarlas a campo abierto y a la carrera. Habían fracasado en varios intentos
cuando el grupo pasaba pastando por el lugar.
En una estancia de la provincia de Santa Cruz el capataz, francés
y con “una hija espectacular” como dirían algunos soldados, había dado permiso
para que la tropa que acantonaba no muy lejos del casco matara un par de aquellos
animales que poblaban de a miles sus extensísimos dominios.
El oficial jefe le dio la orden al suboficial jefe de grupo y
éste la repitió seleccionando un par de soldados para tal faena. Esa noche
habría un sabroso asado a la estaca.
Los elegidos también comprendieron en forma rápida que era
imposible tratar de atraparlas sin lazo alguno ni corral. Así que uno de los
solados tomó su FAL y con certera puntería “bajó” dos ejemplares. La cena
asegurada y lo que seguía era tarea de los cocineros.
A la mañana siguiente a la ingesta el oficial jefe se presentó ante la tropa
requiriendo a viva voz por “los tagarnas” que habían matado a las ovejas. Es
que el francés le había puesto sus quejas dado que entre los blancos seleccionados
se encontraba la mejor de la estancia y la más apreciada por sus cuidadores al
punto tal que el animal portaba un cencerro como guía de las majadas.
“Y… yo le tiré porque era la más gordita”, se justificó el
improvisado francotirador. “Con razón tenía una campanita”, acotó en alusión a la que le había quitado al animal una vez abatido y que el capataz encontró en su ronda diaria sobre un charco de sangre en medio de la nada.
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