Entre
las anécdotas “gastronómicas” que dejó la guerra por el canal del Beagle, islas
e islotes adyacentes, se destaca aquella que da por tierra con un viejo adagio parrillero
y que aquí queremos compartir con los lectores.
El grupo comando avanzaba a toda
velocidad en su Chevrolet doble cabina por lo que parecía un interminable
camino de paisaje llamativo pero monótono. Detrás iba quedando una extensa nube
terrosa y el pedregullo golpeando la base del vehículo era la única melodía que
servía para mantener despiertos al oficial, dos suboficiales y dos soldados que
participaban de la misión: relevar la zona a muy pocos metros de la frontera en
el último recodo de la Argentina continental.
La patrulla había comenzado su faena
al amanecer y allí el sol despunta muy pero muy temprano.
A media mañana aquella monotonía visual
se vio quebrada por la presencia de unos ñandúes picoteando el suelo a lo
lejos.
- “Sargento primero, ¡pare, pare!”. Espetó el teniente primero al
conductor con marcado entusiasmo. La nube de polvo alcanzó entonces al vehículo
y lo envolvió.
Mientras el chofer permaneció en su
lugar con el motor en marcha el oficial descendió seguido de los dos soldados y
el sargento ayudante que completaba el equipo.
EL teniente primero se adelantó
algunos pasos y miraba atentamente hacia aquel grupo de ñandúes que permanecía
ajeno a nuestra presencia. “Dame tu fusil…”
le ordenó a uno de los soldados quien se lo pasó de inmediato y éste –amante de
los animales- cruzó los dedos eyectando pensamientos tales como “que le erre”. Confiaba en la gran
distancia existente entre tirador y blanco.
Pero sus deseos no fueron atendidos
y el jefe de la patrulla con dos certeros disparos alcanzó a otros tantos
grandes ejemplares. Incluso al segundo cuando –junto a los otros adultos y
charabones- ya había emprendido su veloz huída tras la poderosa estampida del
primer disparo del FAL.
Los animales yacían a unos 200 mts
de los comandos argentinos.
- “Traelos”, fue la segunda orden.
El soldado a la carrera se dirigió
hasta donde estaba el animal más próximo. Como vio que estaba aún vivo pero con
una herida tremenda en su cuerpo no tuvo más remedio que desenfundar su
cuchillo de monte y terminar con aquella agonía. Puteaba en silencio y llevó el
animal a la rastra descubriendo lo pesado que era. Repitió lo mismo con el otro
que sí había muerto atravesado por el proyectil de Fabricaciones Militares.
Los dos ejemplares fueron cargados
en la caja de la pick up y el grupo continuó con su misión.
Habiendo regresado al vivac,
casualidad o no, lo primero que se escuchó fue un comentario circulante dando
cuenta de la sanción impuesta por el teniente coronel jefe de la unidad a un
subteniente que –precisamente- el día anterior había matado un ñandú.
- “No digas nada y hacé desaparecer la prueba del delito” fue la
nueva orden dada por el teniente primero al soldado del fusil.
- “Dáselos a los cocineros”, agregó.
Y así esa noche al clásico y siempre
presente guiso cuartelero se le agregó, en trozos, la carne oscura, muy oscura
y dura, pese al largo hervor recibido. Dicen que el soldado, ese día, no retiró
su ración.
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